miércoles, 6 de abril de 2011

Del trabajo y otras prebendas

Hasta hace bien poco yo me consideraba una privilegiada por tener un trabajo razonablemente bien remunerado con un contrato indefinido. Y lo decía casi con cierto pudor (“sí, tal y como están las cosas, no me puedo quejar...”). Caía en la trampa del lenguaje, sin pararme mucho a pensar qué era lo que estaba diciendo.

Hace unos meses, el uso hasta la náusea de este término me hizo replanteármelo: los controladores aéreos eran unos privilegiados porque ganaban mucho dinero, los funcionarios eran unos privilegiados porque tenían un empleo fijo... Se les calificaba a ellos de privilegiados para descalificar sus reivindicaciones y cuestionar su derecho a defenderlas como buenamente pudieran. Y entonces me dio por mirar en el diccionario:

Privilegio: exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.
Privilegiado: que goza de un privilegio.

Efectivamente, ser controlador aéreo, funcionario o empleado de metro, es una circunstancia propia (a la que, por cierto, suele llegarse con mucho esfuerzo), pero ¿de qué obligación les exime? ¿qué ventaja exclusiva o especial les otorga? Privilegiados son aquellos que nos han traído hasta donde estamos y han sido eximidos de la obligación de pagar sus chanchullos, y han recibido la ventaja especial de unas ayudas millonarias para salvar sus negocios.

Entonces, ¿por qué se llama privilegiados a los primeros y se calla sobre los segundos? ¿No será, digo yo, que en su lógica perversa, el sistema está retorciendo, a través del lenguaje, lo que era un derecho fundamental (el trabajo) para convertirlo en un privilegio?

Veamos algunas consecuencias de esto: defender un privilegio está mal visto, peor aún en época de vacas flacas, cuando todos nos estamos apretando el cinturón y parece (y es) una falta de solidaridad. Sin embargo, defender un derecho es harina de otro costal, y ahí se corre el riesgo de que cunda el ejemplo, prenda la mecha y estalle el polvorín, porque con casi cinco millones de parados y los recortes que estamos sufriendo en el gasto social, en el empleo y hasta en las libertades individuales, hay demasiadas manos cerca de las cerillas.

4 comentarios:

  1. La envidia: ese pecado nacional, origen de tantas historias tan diversas. A pesar de todo el tema de los funcionarios no coló: con dos millones y medio de ellos, todos tenemos un tío, hermano, primo o sobrino funcionario, por lo que electoralmente tuvo (y tendrá) su coste. De los controladores: lo malo no fue lo que dijeran de ellos, sino que todo el mundo se lanzara a defenderlo de esa forma enfervorizada, sin informarse primero.

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  2. Muy bien dicho y muy bien puesto el punto donde corresponde: deslindando los falseamientos de nuestros lenguajes

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  3. Es que cómo somos los currantes occidentales!! Se nos concedió el tercer grado de la esclavitud (35-40h de trabajo semanal, 4h de consumo diario y fines de semana libres); y ahora que nos restringen un poquito las condiciones excepcionales del Estado del Bienestar (jubilaciones, prestaciones por desempleo...) nos quejamos. Tenemos que confiar en que, si los ricos son más ricos, con el tiempo, mucha paciencia y resignación, nos caerán más migajas; ¡y más gordas!. Se me hace la boca agua... Ahora toca aguantar y sufrir en silencio por el país, por la economía, por Europa, por el Mundo!!! Yes, we can! (cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia). Un saludo, Ana

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  4. Anónimo: aparte de la envidia, también es una cuestión de egoísmo. Lo primero que pensamos es que ME joden MIS planes y eso nos nubla la empatía.

    Diletantes: gracias. Creo que podría hablar mucho (muchísimo, hasta la extenuación) del lenguaje como instrumento de poder.

    Jugando con la perspectiva: la próxima vez que vaya de terracitas, les echaré las migas a los gorriones, aunque sólo sea por solidaridad en la metáfora. ¡Saludos!

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