miércoles, 27 de febrero de 2013

El pudor del poeta

O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.
(F. Pessoa)
 
Hace mucho que no escribo. Tal vez debería decir, más bien, que hace mucho que no escribo en el blog, que hace mucho que no escribo poemas, que hace mucho que no escribo nada que pueda (o quiera) hacer público. Pero escribir, no he parado de hacerlo. Como decía Ray Bradbury, escribo para no estar muerta.
 
En los últimos meses he llenado cuadernos y más cuadernos con mi diario y a menudo pienso que no es posible que nada de eso me sirva para hacer saber también a los demás que sigo viva. Y no, la verdad, porque todo lo que escribía (escribo) es tan íntimo como mi ropa sucia, el neceser o lo que me dejo en el plato. Tan íntimo como hurgarse la nariz... ¿Cuándo volvió a darme vergüenza bailar desnuda en la barra de un bar?
 
Recuerdo que hace ya bastante tiempo, después de un recital, estábamos fumándonos un cigarrín en la calle, y David Morello me dijo algo así como que le habían gustado mucho mis poemas porque eran muy sinceros, pero “¿dónde queda el pudor?”.
 
¿Dónde queda el pudor, no cuando te sientas a solas y escribes, sino cuando decides que eso que estás escribiendo es el trozo de ti misma que vas a exponer a la mirada del otro? De aquella me pareció poco menos que pura retórica (perdóname, David), sobre todo cuando leí su último libro (“Retorno de la voz”, Ediciones Vitruvio, Madrid, 2011) y pensé que sus poemas eran algo así como plantarse en pelotas en la Puerta del Sol un domingo por la mañana.
 
Supongo que una crece y madura, o sencillamente, me hago vieja y me obsesiono con las cosas, porque últimamente, después de pasar un par de horas escribiendo mi diario, o de releer páginas anteriores, vuelvo a la puerta de aquel bar.
 
Después de tantas conversaciones imaginarias con David, he sacado en claro un par de cosas. La primera es que no me interesa escribir nada que no sea verdad, mi verdad. Ficticia, como todas, pero que me constituye como persona, como mujer, como la que baila desnuda en la barra del bar, como la que se arrancó la carne a bocados, y aún lo hace. Y espero de demás que hagan lo mismo. A un texto puedo perdonarle todo, salvo la falsedad. Y ojo, que digo falsedad y no mentira.
 
La otra cosa es que, para decir esa verdad, salvando el pudor y la cordura, el poeta finge. Finge que es su propio personaje. Te subes al escenario y te metes en la piel de tu poema, que, por otra parte, también eres tú. Esa es la línea que lo separa del exhibicionismo. No te expones tú, sino tú en tu poema, por más que para hacerlo tengas que desnudarte, que arrancarte la carne del pecho para que se vean bien tus entrañas.
 
Y yo ya estoy afilando los cuchillos contra el papel.