jueves, 31 de marzo de 2011

Me dices que me quieres
mientras me agarras el cuello bajo la bufanda.
Me dices que me quieres
mientras besas la palma de mi mano cerrada.
Me dices que me quieres
mientras aplastas mi pecho contra tu pecho.
Y yo aprieto los ojos y las piernas
pero tú te abres paso como un gusano,
como una araña inoculas tu veneno.
Lloro lágrimas secas, respiro sin aire
y me hago pequeña bajo el peso de tu aliento,
tan pequeña,
que pisas mi cadáver al marcharte.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Siempre te quejas,
me dices que no lo aguantas,
que no soportas no saber
lo que pienso
lo que siento
lo que quiero.
Mi silencio se te hace intolerable.


Pero yo
no puedo hablar
si no quitas tu mano de mi boca.


Ahora es mi mano en la boca,
los dedos hasta la garganta para vomitar
las palabras y las cosas que he tragado:
tantas miradas, tantos reproches,
tantos silencios, tanta furia.


Apártate
si no quieres que te manche,
porque estoy ciega
y no sé
o no me importa
a quién salpique.

martes, 29 de marzo de 2011

Yo, por principios, nunca voy a visitar a nadie al hospital. Me parece demasiado impúdico. Esto me ha costado muchas críticas y más de una enemistad. Nunca de los pacientes, dicho sea de paso, sino de sus acompañantes, toda esa gente a la que le parece un plan tan estupendo pasar la tarde en la habitación de un enfermo como ir al cine. Y sale más barato, oye, y encima, qué bien quedas. Eso por no mencionar lo bien que le sienta a la conciencia: fíjate qué buena amiga soy, que fui a hacerle compañía a Martita después de la operación. Y la pobre Martita, recién operada, convaleciente, dolorida y harta de todo, aguantando el tipo, sonriendo y agradeciendo las visitas.

Y ahí está también el pobre marido de la pobre Martita, a quien todo el mundo se empeña en distraer y echar de allí (tú vete a tomar un café o a descansar, hombre, que ya nos quedamos nosotros con ella). Y a nadie se le ocurre que a lo mejor él no quiere distraerse ni descansar, sino quedarse a solas con Marta. Sin público, sin sonrisas.

Pero no, allá que acuden las hordas de familiares y amigos a distraerles, a hacerles compañía. Y te llaman por teléfono, ofendidísimos: oye, ¿cómo no vas a venir a ver a Martita, con lo mal que lo está pasando la pobre, todo el día ahí, solita y aburrida? Y tú, que piensas: aburrida, seguro, pero sola, ni para ir al baño. Si hay algo absolutamente imposible en un hospital es quedarse sola ni un minuto.

Estas visitas, además, siempre tienen una gran experiencia y conocimientos ¡en todas las especialidades! Da igual lo que haya dicho el médico, ellos siempre conocen otro caso o a otro especialista o a ellos les pasó… Por supuesto, también saben cuándo hay que hablar con el médico, llamar a la enfermera si se acaba el gotero (hay que ver qué neura tienen los acompañantes con los goteros)… es lo que tiene pasarse las tardes enteras allí.

Y es que en el fondo nos gusta el morbo del hospital, el espectáculo del dolor ajeno. Algunas visitas parece que hasta se ofenden cuando llegan y el paciente no tiene pinta de paciente, ni mala cara, ni se está quejando de lo mucho que le duele o lo mal que le tratan. Entonces, se ponen a curiosear por las demás habitaciones, en busca de un enfermo que sí sepa comportarse, que les haga sentir, de verdad, que ellos están allí de visita.

viernes, 25 de marzo de 2011

Te usaré. No te hagas ilusiones, no es tu boca la que muerdo, ni tu nombre el que grito. No eres tú el que me visita en sueños ni es a ti a quien espero húmeda y anhelante. Pero a veces mi deseo necesita hacerle carne y te he elegido a ti, precisamente a ti. No tienes sus ojos ni sus labios, no dices sus palabras, no eres nada de él. No eres nada de mí. Por eso te elijo. Eres significante vacío al que yo lleno de significado.

Y tú... me preguntas si sabe que no es más que un muñeco en el que clavo mis agujas, trozo de tela relleno de tu recuerdo, que cada día quemo para invocarte. A veces se le olvida. Hasta que llego con las pupilas dilatadas, jadeando como un animal, y te llamo por su nombre, y él sabe que no le llamo a él, que no será a él al que deje vacío y exhausto, aunque sea él quien se vacíe, que no será su semen el que reciba, aunque sea él quien se corra dentro de mí.

¿Te gusta saberlo? ¿Te gusta saber todo esto? Seguro que me piensas desnuda, abrazada a otro cuerpo, otros labios besándome, otra lengua lamiéndome, otras manos aferrando mis caderas. Y yo te miro por encima de su hombro. ¿Me ves? Claro que sí. Me miras y sonríes benévolo con esta escena de sexo domesticado, como diciendo "juega y diviértete, niña mía, enreda a ese pobre diablo entre tus piernas. Luego vendré yo y sacudiré hasta el último de tus nervios, te aprisionaré en cualquier rincón, te follaré inmisericorde, te morderé donde él te lamía, desgarraré la piel que él acarició, porque sólo yo soy el dueño de tu deseo".

Sé que en cuanto me llames, volveré a ser yo la que arda en tu pira, cordero sacrificial de un dios cruel, que me hace y me deshace a su antojo, demiurgo de mi ser, alfarero de mi deseo. Ahora, sólo di mi nombre.

jueves, 24 de marzo de 2011

EL CONTRATO (de Ana Pérez Cañamares)

A todo me he entregado
como si fuera a durar.
Con cada persona
cada casa
cada ciudad
firmé un contrato
escrito sobre la piel.

Para decir adiós
he tenido que arrancarme
las cláusulas
a tiras.
Así ha sido
una y otra vez.
Con cada persona
cada casa
cada ciudad.

La letra pequeña
se esconde ya
entre cicatrices.




La primera vez que escuché este poema, pude oír perfectamente cómo se me abría otra herida en el pecho. Desde entonces, cada vez que lo escucho y cada vez que lo leo, noto el hilillo de sangre que se me escurre por entre las costillas, recorriendo las cárcavas de otras cicatrices, unas más recientes, otras tan antiguas como la piel que horadan.

Y no escarmiento. Tal vez porque hay gente que nacemos así, con vocación de tinta en la sangre y piel de papel, saltadores a tumba abierta, ¿para qué cuidarse? ¿Para qué mirar si hay agua en la piscina? Y cuando tienes la piel tan curtida, tantos costurones, los ojos encallecidos de llorar, la espalda doblada de tanto peso, te dices que ya no importa, que no hay en este mundo un sufrimiento que no hayas probado y los has sobrevivido a todos, pero te olvidas de que siempre cabe otra herida, otro corte, otro desgarrón.

Y así vas dejando a tu paso un rastro de sangre que alimenta al mundo. Y mientras tú te mueres, sólo te queda el consuelo de mirar atrás y ver que todas las flores, las ortigas, los árboles y hasta las piedras y las farolas que hay allí han salido de ti, que si tú no te hubieras derrochado a manos llenas, el mundo a tu espalda no sería más que un inmenso erial, un desierto de hielo.

miércoles, 23 de marzo de 2011

lunes, 21 de marzo de 2011