domingo, 3 de abril de 2011

Cuando era pequeña, la gente esperaba que de mayor yo escribiera libros muy bonitos llenos de grandes palabras (amor, belleza, felicidad...), pero a mí las palabras grandes, como los grandes espacios y las grandes ideas, siempre me han dado miedo, como cuando de niña me aterrorizaba caerme al váter y perderme por el desagüe al tirar de la cadena. Exactamente, el mismo miedo.

A mí me gustan las palabras pequeñas, manejables, las palabras que se mueven (besar, mirar, sonreír...) y más aún las que se pueden tocar (boca, manos, ojos...). Cuanto más pequeñas, más cómoda me siento entre ellas (el hilillo de baba que te cuelga de la comisura de los labios cuando duermes, el ángulo que forma el cigarrillo con tus dedos cuando fumas, las arrugas que te enmarcan los ojos cuando me sonríes...).

Las palabras grandes, como las grandes ideas, las consignas y los buenos deseos, me recuerdan a las enciclopedias que había en las casas cuando éramos pequeños, aquellos libros pesados e inútiles que sólo servían para decorar el mueble del salón porque, a la hora de la verdad, todos preferíamos el pequeño diccionario escolar para sobrevivir, día a día, a los deberes, los periódicos y los chistes de los mayores, que siempre nos quedaban demasiado grandes.

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