lunes, 2 de mayo de 2011

Hace no mucho leía un relato de Carlos Salem en el que el narrador decía vivir en el pubis de Madrid. El pubis no me parece un mal sitio para vivir. En mi caso, vivo en algún lugar entre el culo y el desagüe, en el antiguo barrio chino de un pueblo de la periferia de Madrid.

Cuando me mudé, no pensé que una zona tan céntrica, tan bien comunicada y al bordecito mismo de las calles y avenidas principales pudiera albergar tanta miseria. Gran error etimológico por mi parte, puesto que la marginalidad es, precisamente eso, lo que crece en los márgenes, la basura que se acumula en la puerta trasera de los palacios.

"Esto ya no es lo que era" me decía un vecino cuando me instalé. "Hace tiempo que se murieron todos los yonquis y ya no hay putas". De aquellos tiempos, es cierto que no quedan yonquis y tampoco parece que haya prostitutas (se morirían de hambre de haber permanecido aquí), pero quedan ciertos hábitos que deja la miseria y que hacen miserable todo lo que tocan. La desesperación y la desesperanza son costumbres difíciles de erradicar, como el vivir a la defensiva.

Los hábitos se extienden a las instituciones: nos hemos pasado todo el invierno con el alumbrado a medias, al paso del barrendero queda el mismo rastro de porquerías que hay por delante de su carrito y la policía pasa por aquí, siempre en coche y siempre y cuando no la llames, no vaya a tener problemas de verdad. Creo que incluso vienen aquí los chavales de los alrededores a montar jaleo, porque el abandono de los que tienen que velar por nosotros y la desidia de los propios vecinos les da cierta impunidad que cuatro calles más arriba sería impensable.

Tenía la ilusión de que en mi barrio, como en tantos otros, se desarrollaría algún tipo de movimiento vecinal, una conciencia de clase o algo así, pero aquí no se pasa de la desconfianza hostil hacia todo el que, por descuido o atajo atraviesa sus cuatro calles, y exhibicionismo resentido de a ver quién grita más fuerte y escupe más lejos.

Como es lógico, los que han podido, han huido. Le gente de mi edad (más o menos), que creció con el miedo en el cuerpo, retirando jeringuillas para poder jugar al balón, llegando simpre pronto y a carreras para evitar problemas a la vuelta de cualquier esquina, están encantados en los barrios a estrenar de la periferia de este pueblo periférico de por sí, y aquí sólo quedamos los viejos nacionales, los jovenes de importación, los gatos callejeros y yo. 

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