O
poeta é um fingidor.
Finge
tão completamente
Que
chega a fingir que é dor
A
dor que deveras sente.
(F. Pessoa)
Hace
mucho que no escribo. Tal vez debería decir, más bien, que hace
mucho que no escribo en el blog, que hace mucho que no escribo
poemas, que hace mucho que no escribo nada que pueda (o quiera) hacer
público. Pero escribir, no he parado de hacerlo. Como decía Ray
Bradbury, escribo para no estar muerta.
En
los últimos meses he llenado cuadernos y más cuadernos con mi
diario y a menudo pienso que no es posible que nada de eso me sirva
para hacer saber también a los demás que sigo viva. Y no, la verdad, porque
todo lo que escribía (escribo) es tan íntimo como mi ropa sucia, el
neceser o lo que me dejo en el plato. Tan íntimo como hurgarse la
nariz... ¿Cuándo volvió a darme vergüenza bailar desnuda en la
barra de un bar?
Recuerdo
que hace ya bastante tiempo, después de un recital, estábamos
fumándonos un cigarrín en la calle, y David Morello me dijo algo
así como que le habían gustado mucho mis poemas porque eran muy
sinceros, pero “¿dónde queda el pudor?”.
¿Dónde
queda el pudor, no cuando te sientas a solas y escribes, sino cuando
decides que eso que estás escribiendo es el trozo de ti misma que
vas a exponer a la mirada del otro? De aquella me pareció poco menos
que pura retórica (perdóname, David), sobre todo cuando leí su
último libro (“Retorno de la voz”, Ediciones Vitruvio, Madrid,
2011) y pensé que sus poemas eran algo así como plantarse en
pelotas en la Puerta del Sol un domingo por la mañana.
Supongo
que una crece y madura, o sencillamente, me hago vieja y me obsesiono
con las cosas, porque últimamente, después de pasar un par de horas
escribiendo mi diario, o de releer páginas anteriores, vuelvo a la
puerta de aquel bar.
Después
de tantas conversaciones imaginarias con David, he sacado en claro un
par de cosas. La primera es que no me interesa escribir nada que no
sea verdad, mi verdad. Ficticia, como todas, pero que me constituye
como persona, como mujer, como la que baila desnuda en la barra del
bar, como la que se arrancó la carne a bocados, y aún lo hace. Y
espero de demás que hagan lo mismo. A un texto puedo
perdonarle todo, salvo la falsedad. Y ojo, que digo falsedad y no
mentira.
La
otra cosa es que, para decir esa verdad, salvando el pudor y la
cordura, el poeta finge. Finge que es su propio personaje. Te
subes al escenario y te metes en la piel de tu poema, que, por otra
parte, también eres tú. Esa es la línea que lo separa del
exhibicionismo. No te expones tú, sino tú en tu poema, por más que
para hacerlo tengas que desnudarte, que arrancarte la carne del pecho
para que se vean bien tus entrañas.
Y
yo ya estoy afilando los cuchillos contra el papel.